martes, 29 de octubre de 2013

RUBAIES – NAZIM HIKMET



Era real el mundo que veías, Djelaleddin, y no quién sabe qué quimera.
Era inmenso, no creado ni esbozado por quién sabe qué causa primera.
La más bella cuarteta salida de tu carne, de tu boca,
no es aquella que empieza: “La imagen no es sino una sombra.”

Mi alma es el reflejo del mundo circundante.
Sin él, ella no existe y no maduraría ningún otro secreto.
La imagen de lo real más lejana y más próxima,
es la belleza de mi bien amada, cuya luz yo reflejo.
No es posible abrazar la íntima imagen que conservo de ti.
Decir que, sin embargo, tú estás en carne y hueso, allá, en mi ciudad.
Reales son tus grandes ojos, tu boca roja cuya miel me prohíben,
tu abandono de lengua rebelde y tu blancura que mi labio no alcanza.
Un buen día, la imagen de mi amada
me dijo, desde el fondo del espejo: “Existo yo, no ella.”
De un golpe, rompí el cristal y se acabó la imagen.
Mi amada está allá lejos, en tanto, sana y buena.

Ella me abrazó y me dijo: “Estos labios son reales como el mundo.
Este aroma lo exhalan mis cabellos, no tu imaginación.
Aun cuando los ciegos no las vean, las estrellas existen:
míralas en el cielo o en mis ojos.”

Cada día más próxima la hora de partir:
—¡Adiós, querida Tierra!
y ¡Buen día,
Universo!

Tus ojos son panales desbordantes de miel.
Tus ojos, mejor dicho, desbordantes de sol.
Tus ojos, amor mío, se llenarán de tierra,
y habrá nuevos panales desbordantes de miel.

Ni de luz.
Ni de barro,
pero en la misma pasta se amasaron
mi querida, su gata y la azulina perla que usa su cuello.

Llena tu cráneo de vino —dijo Khayyam— antes que se llene de tierra.
Y el hombre de los zapatos rotos, dijo, pasando ante el jardín de rosas:
“En este mundo que promete más trigo que estrellas, tengo hambre.
Tú hablas de vino y mi dinero no alcanza ni para comprar pan.”
“La vida pasa: goza del momento, antes de entrar en el sueño sin sueños.
Es el alba, muchacho: vierte vino en la copa de cristal.”
El joven despertó en su pobre cuarto, glacial y sin cortinas:
sonaba la sirena de la fábrica, despiadada para el menor retardo.

Se es tu partidario
o tu enemigo.
A veces se te olvida, como si nunca hubieras existido
y a veces no se piensa más que en ti.

Yo, el locutor, hablaba
con voz grave y desnuda cual grano de cereal:
—“Yo doy la hora de mi corazón:
sonará el gong al alba.”

Poco a poco amanece.
Va aclarándose el mundo como el agua que abandona su limo.
De pronto, tú, querida, y estamos frente a frente:
claridad, claridad, claridad infinita.

Día de invierno, limpio, transparente, de vidrio.
Morder la carne pura, blanca de una manzana.
Quererte, amada mía, se parece a la dicha
de aspirar hondo el aire bajo un bosque de pinos.

Quizás no nos quisiéramos tanto, a lo mejor,
si nuestras almas no se vieran así, desde tan lejos.
A lo mejor no estaríamos tan próximos, quizás,
si el destino no nos hubiera separado.

Así es, canario mío, entre tú y yo
la diferencia apenas es de grados:
tú tienes alas y no puede volar,
yo tengo manos y no puedo pensar.

Concluye, dirá un día nuestra madre Natura,
concluye de reír y llorar, criatura.
Y de nuevo será la vida inmensa
que no ve, que no habla, que no piensa.