lunes, 24 de agosto de 2009

Borges

Las obras sucesivas de un escritor son como las ciudades que se construyen sobre las ruinas de las anteriores: aunque nuevas prolongan cierta inmortalidad, asegurada por leyendas antiguas, por hombres de la misma raza, por las mismas puestas de sol, por pasiones semejantes, por ojos y rostros que retornan.

Cuando se hace una excavación en la obra de Jorge Luis Borges, aparecen fósiles dispares: manuscritos de heresiarcas, naipes de truco, Quevedo y Stevenson, letras de tango, demostraciones matemáticas, Lewis Carroll, aporías eleáticas, Franz Kafka, laberintos cretenses, arrabales porteños, Stuart Mill, de Quincy y guapos de chambergo requintado. La mezcla es aparente: son siempre las mismas ocupaciones metafísicas, con diferente ropaje: un partido de truco puede ser la inmortalidad, una biblioteca puede ser el eterno retorno, un compadrito de Fray Bentos justifica a Hume. A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides.

Las causas eficientes de la obra borgiana son, desde el comienzo, las mismas. Parece que en los relatos que forman Ficciones la materia ha alcanzado su forma perfecta y lo potencial se ha hecho actual. La influencia que Borges ha ido teniendo sobre Borges parece insuperable. ¿Estará destinado, de ahora en adelante, a plagiarse a sí mismo?

En el prólogo a La invención de Morel, Borges se queja de que en las novelas llamadas psicológicas la libertad se convierte en absoluta arbitrariedad: asesinos que matan por piedad, enamorados que se separan por amor; y arguye que sólo en las novelas llamadas de aventuras existe el rigor. Creo que esto es cierto, pero no puede ser aceptado como una crítica: a lo más, es una definición. Sólo en ciertas novelas de aventuras —preferentemente en las policiales, inauguradas por Poe— existe ese rigor que se puede lograr mediante un sistema de convenciones simples, como en una geometría o en una dinámica; pero ese rigor implica la supresión de los caracteres verdaderamente humanos. Si en la realidad humana hay una Trama o Ley, debe ser infinitamente compleja para que pueda ser aparente.

La necesidad y el rigor son atributos de la lógica y de la matemática. Pero ¿cómo ha de ser posible aplicarlos a la psicología si ni siquiera son aptos para aprehender la realidad física? Como dice Russell, la física es matemática no porque sepamos mucho del mundo exterior sino porque lo que sabemos es demasiado poco.

Si se comparan algunos de los laberintos de Ficciones con los de Kafka, se ve esta diferencia: los de Borges son de tipo geométrico o ajedrecístico y producen una angustia intelectual, como los problemas de Zenón, que nacen de una absoluta lucidez de los elementos puestos en juego; los de Kafka, en cambio, son corredores oscuros, sin fondo, inescrutables, y la angustia es una angustia de pesadilla, nacida de un absoluto desconocimiento de las fuerzas en juego. En los primeros hay elementos a-humanos, en los segundos los elementos son simplemente humanos. El detective Erik Lönnrot no es un ser de carne y hueso: es un títere simbólico que obedece ciegamente —o lúcidamente, es lo mismo— a una Ley Matemática; no se resiste, como la hipotenusa no puede resistirse a que se demuestre con ella el teorema de Pitágoras; su belleza reside, justamente, en que no puede resistir. En Kafka hay también una Ley inexorable, pero infinitamente ignorada; sus personajes se angustian porque sospechan la existencia de algo, se resisten como se resiste uno en las pesadillas nocturnas, luchan contra el Destino; su belleza está, justamente, en esa resistencia que es vana.

También se podría decir que Borges hace álgebra, no aritmética (como pasa con el Teste o el Leonardo de Valéry). El memorioso de Fray Bentos podía ser de Calcuta o de Dinamarca. Induce a error la necesidad —inevitable, por convención literaria— de dar nombres precisos a los personajes y lugares. Se ve que Borges siente esta limitación como una falla. No pudiendo llamar alfa, ene o kappa a sus personajes, los hace lo menos locales posible: prefiere remotos húngaros y, en este último tiempo, abundantes escandinavos.

La escuela de Viena asegura que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Esta afirmación pone de mal humor a los meta-físicos y de excelente ánimo a Borges: los juegos metafísicos abundan en sus libros. En rigor, creo que todo lo ve Borges bajo especie metafísica: ha hecho la ontología del truco y la teología del crimen orillero; las hipóstasis de su Realidad, suelen ser una Biblioteca, un Laberinto, una Lotería, un Sueño, una Novela Policial; la historia y la geografía son meras degradaciones espacio-temporales de alguna eternidad regida por un Gran Bibliotecario.

En Tres versiones de Judas, Borges nos dice —y le creemos— que para Nils Runeberg, su interpretación de Judas fue la clave que descifra un misterio central de la teología, fue motivo de soberbia, de júbilo y de terror: justificó y desbarató su vida. Podemos agregar: también por ella, quizá, habría aceptado la hoguera.

Para Borges, en cambio, esas tesis son “ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia”. Con la misma alegría —o con la misma tristeza, que da la falta de cualquier fe— Borges enunciará la tesis de Runeberg y la contraria, la defenderá o la refutará y, naturalmente, no aceptará la hoguera ni por una ni por otra. Borges admira al hombre capaz de todas las opiniones, lo que equivale a cierta especie de monismo. Alguna vez planeó un cuento en que un teólogo lucha toda su vida contra un heresiarca, lo refuta y finalmente lo hace quemar: después de muerto, ve que el heresiarca y él forman una sola persona. También Judas refleja de alguna manera a Jesús. Pero tampoco se dejaría quemar Borges por este monismo, porque también es dualista y pluralista.

La teología de Borges es el juego de un descreído y es motivo de una hermosa literatura. ¿Cómo explicar, entonces, su admiración por Léon Bloy? ¿No admirará en él, nostálgicamente, la fe y la fuerza? Siempre me ha llamado la atención que admire a compadres y a guapos de facón en la cintura.

Por eso planteo estas cuestiones:

¿Le falta una fe a Borges?

¿No estarán condenados a algún Infierno los que descreen?

¿No será Borges ese Infierno?

A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro; a usted, Borges, lo veo ante todo como un Gran Poeta.

Y luego, así: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal.

 

Ernesto Sábato, “Uno y el Universo”, 1968.

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