lunes, 24 de agosto de 2009

El amor

I

De pronto sales tú con tu llama y tu voz,
y eres blanca y flexible, y estás ahí mirándome,
y te quiero apartar y estás ahí mirándome,
y somos inocentes, y la azucena roja
me besa con tus labios, y es invierno, y estoy
en un puerto contigo, y es de noche.
Y no hay sábana donde dormir, y no hay, y no hay
sol en ninguna parte, y no hay estrella alguna
que arrancar a los cielos, y perdidos
no sabemos qué pasa, por qué la desnudez
nos devora, por qué la tempestad
llora como una loca, aunque nadie la escucha.
Y ahora, justo ahora que eres clara -permite-,
que te deseo, que me seduce tu voz
con su filtro profundo, permíteme juntar
mi beso con tu beso, permíteme tocarte
como el sol, y morirme.
Tocarte, unirte al día que soy, arrebatarte
hasta los altos cielos del amor, a esas cumbres
donde un día fui rey, llevarte al viento libre de la aurora,
volar, volar diez mil, diez mil años contigo,
solamente un minuto, pero seguir volando.
 
II

Son las cuatro, y la Muerte –esta casa es la muerte-
ya sube por mis venas, la asfixia
golpea a mi ventana. Es la hora. Aquí estoy
esperándote en pie. Yo soy el caballero
que buscas. No vaciles. Es mi hora.

No tiemblo, aquí me tienes, pero dame un minuto
de gracia, déjame
que la aurora le lleve mi beso y, con mi beso,
una espina de sangre a su boca, el color
de mi alma a su hermosura
para que se alimente de mí, y esto que soy
purifique sus labios más que el carbón ardiendo
y por sus labios salgan mis llamas cada día.

Mírala. Es cosa frágil pero yo la elegí
entre todas las hijas de mujer, como Dios
a su estrella más pura, para que arda en el viento
de mi gran desamparo. No parece dormir.
Ni respirar apenas. Ni estar triste.

Son las cuatro. Es la hora. Dile, oh Muerte, mi adiós.
Es la que amo: mi espiga delgada y olorosa.
Su pelo negro crece como un árbol. El mar
abre una playa entre sus pechos. Mira
lo que pasa debajo de sus ojos: el tren
la lleva por un bosque veloz. Está llorando,
porque no voy con ella.

Son las cuatro, mi Muerte. Sácame de esto ya,
sube a mi corazón. Estoy contento
de entrar a ti, de pie, como conquistador
al mar desconocido.
 
III

Mujer: crecemos, nos desesperamos creciendo,
oscuros, sin infancia, cada vez, más oscuros,
hacia el único origen inminente
donde renaceremos, donde tú
renacerás para mí sólo.

Para mí, para nadie
más que para mis besos, para mis treinta bocas,
para mi torbellino donde aprendiste un día
a caer velozmente como una estrella errante:
mujer, estrella mía, velozmente.

No me obstino en tocarte por sólo enardecerte.
Tengo experiencia: te amo.
Tengo violencia: te amo todavía más hondo,
todavía más lejos que todos los delirios
y, como ellos, te cobro posesión implacable.

Oh flor única: nadie
vio con tu naturaleza la libertad del día
como yo vi. Ninguno
te supo descifrar, apacible corola,
maternidad profunda.

Madre del hombre, madre de los sueños del hombre,
poseída, preñada por el furor del hombre,
por la inocencia, por el desamparo
del hombre.

Mujer, el tiempo pasa. Yo soy hombre. Tú
eres una mujer, La poesía
es nuestra sangre. Todo
lo que pueda decirse de nosotros es eso,
y algo más que es inútil
repetirlo.
 
IV

Unos meses la sangre se vistió con tu hermosa
figura de muchacha, con tu pelo
torrencial, y el sonido
de tu risa unos meses me hizo llorar las ásperas espinas
de la tristeza. El mundo
se me empezó a morir como un niño en la noche,
y yo mismo era un niño con mis años a cuestas por las calles, un ángel
ciego, terrestre, oscuro,
con mi pecado adentro, con tu belleza cruel, y la justicia
sacándome los ojos por haberte mirado.
Y tú volabas libre, con tu peso ligero sobre el mar, oh mi diosa,
segura, perfumada,
porque no eras culpable de haber nacido hermosa, y la alegría
salía por tu boca como vertiente pura
de marfil, y bailabas
con tus pasos felices de loba, y en el vértigo
del día, otra muchacha
que salía de ti, como otra maravilla
de lo maravilloso, me escribía una carta profundamente triste,
porque estábamos lejos, y decías
que me amabas.
Pero los meses vuelan como vuelan los días, como vuelan
en un vuelo sin fin las tempestades,
pues nadie sabe nada de nada, y es confuso
todo lo que elegimos hasta que nos quedamos
solos, definitivos, completamente solos.

Gonzalo Rojas

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